Hacía un rato que no veía a nadie por la calle excepto algún gato vagabundo. Era de noche, y las pocas personas que antes vi supongo que se dirigían hacia sus casas. Me estaba haciendo a la idea de que tendría que dormir fuera, y también cómo hacer para no despertarme en alguna sala desconocida. Intentando mentalizarme de que soy valiente, seguí andando para encontrar algún cobijo que me sirviera para pasar la noche.
Tenía un miedo terrible: todo estaba solitario y la única iluminación que había eran las que procedían de las casas, y que poco a poco se iban extinguiendo. Tenía que encontrar algún sitio bueno y rápido.
Al cabo de unos diez minutos, divisé un pequeño cobertizo hecho como de lata y que daba un poco de asco, pero prefería dormir ahí que fuera. Así que aparté un poco un trozo de madera que había como puerta y una vez dentro, intenté sentarme. La verdad es que aquello no estaba nada mal, no olía peste como me había imaginado y aunque el suelo estuviera un poco duro, no había humedad y no encontraba ninguna razón por la que alguien entrara aquí, pues no había nada que buscar.
Así que, me acurruqué como pude, recé para que nadie me encontrara y cerré los ojos.
Un hilo de luz solar filtrado por una rajita de las paredes de madera me despertó. Había tenido suerte: nadie se había percatado de que yo estaba allí. Intenté peinarme un poco con las manos, quitar lo más posible de mi cara de dormida y ajustarme bien el vestido robado.
Salí fuera, y menos mal que no había casi nadie, solo un par de mujeres ya avanzadas en edad que seguramente iban a comprar pescado fresco o algo por el estilo. Me miraron con desprecio, y no me sorprendí: tenía unas pintas horribles. Con la cabeza gacha, empecé a caminar por la calle, sin saber muy bien el rumbo que tomar.
El hambre me llamaba: mi estómago, acostumbrado a picar algo cada 10 minutos, me pedía a gritos un buen desayuno, cosa que veía muy imposible. Estaba muy asustada; ¿moriría de hambre en aquél portal del tiempo? Todavía no me hacía a la idea de que no vivía en mi época, en el verdadero presente. Mientras intentaba ocultar los rugidos de mi barriga, mi desesperación y mi cansancio, un muchacho un poco más mayor que yo se acercó a mi lado:
- ¿Hola? ¿Cómo te llamas, chica?
- ¿Quién eres?
- Yo soy William, y vivo en aquella casa de allí –señaló un gran caserón a la vuelta de la esquina-, en mi familia somos muy honrados y al verte por la ventana cansada y posiblemente hambrienta, he bajado a hacerte la propuesta.
Me quedé un instante pensando. Nome fiaba mucho de él… pero estaba muerta de hambre así que acepté el trato y a la mínima cosa extraña que percibiera saldría corriendo en busca de… no sé en busca de qué.
- De acuerdo, me llamo Emily. –le miré desconfiada.
- Bonito nombre; no tengas miedo, ven, te llevaré a mi casa.
Y cogiéndome del brazo me hizo entrar en ese majestuoso caserón.
Era precioso: tenía lámparas de cristales haciéndose pasar por diamantes, escaleras, suelos y muebles de madera y sofás que parecían llevarte a las nubes.
- ¿Te gusta? –me preguntó seguido de una risita.
- Pues sí, está muy bien.
- Ah, es que al verte con la boca abierta pensé que te habías enamorado.
Mientras él reía yo miraba hacia abajo avergonzada. ¿Por qué me había metido en este lío? Ah, vale; para sobrevivir.
William me llevó a la cocina, donde estaba su madre:
- Ah, esta es la chica que has visto por la ventana, ¿William?
- Exactamente, madre.
- Ah, pues querida, ¿cómo te llamas?
- Emily.
- Me encanta ese nombre, se lo queríamos poner a William… pero obviamente nació chico así que… bah, no importa, ¿quieres algo, Emily?
- Pues… tengo un poco de hambre, la verdad.
- Vale, enseguida te hago un buen desayuno, y no des las gracias.
Sonreí. ¿Por qué eran tan amables conmigo?
- William… ¿tú quieres algo? –preguntó su madre.
- No mamá, ya comí algo antes.
Y diciendo eso, William me cogió de la mano y me llevó a su salón.